Oficina de empleo

Nada exaltaría tanto como incendiar una ciudad. Nada es más domesticador que esperar nuestro turno en la oficina de empleo.
Mundo administrado. La funcionaria que le atiende. ¿Le pregunta por su fruta preferida? Ella lleva sandalias, quizá. Uñas pintadas de rojo.  

Mira el monitor donde aparecen los turnos. Lleva un papel en las manos: es un poema de Quevedo. Suena la señal sonora. Les van llamando. 

Deja pasar las horas sin sentirlas,
que no quiero medirlas,
ni que me notifiques de esa suerte
los términos forzosos de la muerte.

Son las 10:27. Comprende que las drogas sean tan antiguas como la humanidad. Nota una violencia latente (no la nota en la conciencia, sino en los intestinos). Se acerca su hora.

No me hagas más guerra;
déjame, y nombre de piadoso cobra,
que harto tiempo me sobra
para dormir debajo de la tierra. 

Le han atendido rápido y bien. Se va muy contento, muy satisfecho de sí mismo. Las 10:41. En la calle deslumbran los reflejos metálicos del sol.

1 comentario:

  1. Eso de exaltarse con un incendio urbano recuerda a la famosa historia de Nerón, tal como la cuenta Suetonio. No parece, si hay algo de cierto en ello, que le sirviera de mucho, ni en su momento ni para el futuro.

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